Yo me escapo cuando la escucho rendirse al sofá incómodo que le presto en el tejado de una casa que ya no me pertenece.
Parece algo inalcanzable, pero ahí está, translúcida y borrosa tras el cristal, respira pausada, tranquila, sonríe. A un metro de mí sonríe, no hay nadie más, los fantasmas aún duermen.
Me sonríe.
Y yo empiezo a derretirme, un proceso de catarsis de mi consciente que libera el deseo impuro de abordar la estancia, profanar las sábanas y venerarla como a una musa suicida y efímera.
Sin embargo ella permanece, no es otro de mis espectros, quisiera acariciarla más allá de mis pupilas pero me aterra que se desvanezca o se convierta en vulgar, así que tras observar por penúltima vez su pecho indeciso, su pelo disgregado y su boca inflamada me despido de sus sueños con un beso en su mejilla imaginaria, construida y delimitada por mí.
Un día más, un día menos.
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